Pepito, a pesar de su edad, disfrutaba con esas pequeñas cosas
de la inocencia de la vida. Pensaba que todo el mundo era bueno, amable,
servicial; que todas las personas eran atentas y cariñosas. Así, con el rostro
cándido, aguardaba a que la cinta le entregara su equipaje, pero por dentro tenía
el desasosiego equiparable a una noche de Reyes; a una fiesta sorpresa; al
segundo anterior a soplar las velas de una tarta de cumpleaños. ¡Quería
entregar ya sus regalos!
Pero a Pepito le esperaba una sorpresa muy desagradable. Un
ogro disfrazado de verde vio que Pepito era caza fácil para escupir en él su agria
adrenalina, para vomitarle su aburrida incompetencia, para dispersar su
frustración laboral dominguera, para –en definitiva- demostrarle quien manda. Los
más débiles siempre han sido la presa preferida de los infames. Y el ogro verde
se cebó con el angelico de Pepito. Sin más crimen que el de estar ahí, le cayó
una tormenta de gritos, menosprecios, miradas terroríficas, malos modos... pobre
Pepito. Llegó tan feliz y fue ridiculizado por el malvado e indocumentado ogro
verde.
Cuando pudo zafarse de las garras verbales del maldito bicho,
Pepito salió corriendo con sus maletas; los nervios le aturullaban, las piernas
se movían como dos rabos de lagartija y con la voz rota y entrecortada apenas podía
contar su nefasta experiencia.
-“Hay que hacer algo”, sentenció su abuelo mientras
intentaba tranquilizar, entre sus piernas, al nervioso y asustado Pepito. Y el
abuelo escribió, telefoneó, se quejó, avisó de la presencia de tan dañino ser, pero
todo fue inútil. La sentencia resultó contundente: el inocente…. ¡era el ogro!.
Moraleja: Si desembarcas feliz, ten cuidado con el perverso ogro
verde; la inocencia también es suya.
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