lunes, 10 de junio de 2013

Cuento: El ogro verde

Un domingo por la mañana, Pepito se bajó del avión feliz y contento porque había vuelto a casa. Venía cargadito de maletas repletas de cositas y regalos para su familia y amigos. Pepito estaba contento, a pesar de haberle entregado a los piratas del aire un puñado de monedas para que la barriga del avión llevara todas sus cositas. Mientras caminaba hacia la terminal del aeropuerto, Pepito pensaba lo feliz que haría a sus amigos con los jugueticos que traía; la alegría de su primo Juanito cuando desliara el lazo del gran paquete rojo y los saltos de alegría de Paquito al descubrir el cochecillo verde con luces azules intermitentes, con el que podría correr alrededor de la glorieta.

Pepito, a pesar de su edad, disfrutaba con esas pequeñas cosas de la inocencia de la vida. Pensaba que todo el mundo era bueno, amable, servicial; que todas las personas eran atentas y cariñosas. Así, con el rostro cándido, aguardaba a que la cinta le entregara su equipaje, pero por dentro tenía el desasosiego equiparable a una noche de Reyes; a una fiesta sorpresa; al segundo anterior a soplar las velas de una tarta de cumpleaños. ¡Quería entregar ya sus regalos!

Pero a Pepito le esperaba una sorpresa muy desagradable. Un ogro disfrazado de verde vio que Pepito era caza fácil para escupir en él su agria adrenalina, para vomitarle su aburrida incompetencia, para dispersar su frustración laboral dominguera, para –en definitiva- demostrarle quien manda. Los más débiles siempre han sido la presa preferida de los infames. Y el ogro verde se cebó con el angelico de Pepito. Sin más crimen que el de estar ahí, le cayó una tormenta de gritos, menosprecios, miradas terroríficas, malos modos... pobre Pepito. Llegó tan feliz y fue ridiculizado por el malvado e indocumentado ogro verde.

Cuando pudo zafarse de las garras verbales del maldito bicho, Pepito salió corriendo con sus maletas; los nervios le aturullaban, las piernas se movían como dos rabos de lagartija y con la voz rota y entrecortada apenas podía contar su nefasta experiencia.

-“Hay que hacer algo”, sentenció su abuelo mientras intentaba tranquilizar, entre sus piernas, al nervioso y asustado Pepito. Y el abuelo escribió, telefoneó, se quejó, avisó de la presencia de tan dañino ser, pero todo fue inútil. La sentencia resultó contundente: el inocente…. ¡era el ogro!.

Moraleja: Si desembarcas feliz, ten cuidado con el perverso ogro verde; la inocencia también es suya.

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