Un tonto por el Cañarete
Circulaba en animada conversión por el Cañarete cuando,
de repente, en la pronunciada curva que bordea el antiguo Hotel La Parra nos
topamos con un tonto solitario. Era tonto porque a nadie se le ocurre ir
andando por la derecha en una carretera tan transitada, haciendo aspavientos
como si discutiera con alguien y ¡lo más peligroso! en dirección a la capital.
Ese tramo del Cañarete es, por los caprichos de las delimitaciones municipales,
de Enix por lo que el lerdo caminante aún no había entrado en la ciudad.
¡Menos mal!, porque oí en la radio que en Almería ya no
cabía un tonto más. Lo declaró un concejal del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento,
por lo que será verdad. Por eso, como buen ciudadano, creí que era necesario alertar
a los dirigentes municipales de que un tonto más osaba sumarse a los ya
existentes. Descarté informarles mediante el Facebook porque les subes fotos
denunciando chapuzas callejeras o delitos flagrantes y no te hacen caso;
tampoco quise contactar con Alcaldía, porque si pides una cita para hablar con
Luis Rogelio en enero, llega octubre y aún se lo están pensando.
Así que, discurriendo qué hacer o no hacer llegué, hasta
la rotonda de Bayyana. No lo dudé: yo mismo le diré al ceporro andarín del
riesgo que corría al llegar a una ciudad saturada de lerdos como él.
Nada más frenar en el arcén, se acercaron varias chicas casi
desnudas pensando que ya tenían medio jornal asegurado. No sé que hacen esas
muchachas ahí, a la intemperie, que no están en los cursos de manualidades que
la Junta organiza para la reinserción social. Al comprobar que sólo queríamos
aparcar, se marcharon refunfuñando en “rumañol”, el nuevo dialecto que los
lingüistas han detectado entre los inmigrantes.
Al rato vimos al bobo caminante aparecer por el arcén;
ahora, gruñía a los coches y hacía como si los lidiara con un pañuelo lleno de
mugre que llevaba en la mano. No hay duda; era necio del todo. Así que
decidimos explicarle en primera persona que la ciudad estaba llena de tarugos,
que se diera media vuelta y se marchara a otra villa con menos mentecatos por
metro cuadrado.
El cara a cara con él fue terrible; su mirada perdida, su
pelambrera pegajosa y sus ropas impregnadas por el olor a sudor rancio
otorgaban al zoquete un aspecto espeluznante.
-¿Dónde vas? ¿No sabes que en Almería no cabe un tonto
más?
Y el tonto, sin hablar, sacó de entre sus andrajos un
cuaderno azul mientras juntaba, a ritmo, las puntas de los dedos queriendo dar
a entender que sí, que había muchos. Y, con asombro, leíamos la primera página
de su libreta: “Proyecto para la celebración del I Congreso de Tontos. Ayuntamiento
de Almería. Palacio del Toyo”.
Joder con el ceporro. Tonto, pero no tanto.
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