Que un alcalde de derechas presida un homenaje al sindicato
de “izquierdas” Comisiones Obreras ya es noticia. En esos actos es donde se
aprecie la verdadera estirpe democrática del político, acudiendo donde debe ir
y siendo sus organizadores de cualquier tendencia ideológica. No pasa lo mismo
al revés, porque es raro que alguien del amplio abanico que va desde el PSOE a
Podemos permita, asista o presida un evento donde el homenajeado sea de
derechas. Pero ha pasado siempre.
Digo esto porque el presidente de la Corporación descubrió,
en la Plaza Bendicho, una placa conmemorativa del 40º aniversario de la primera
sede de CC.OO. en la capital. Aquello era una oficinilla sin teléfono, ni casi
luz, en un viejo edificio descascarillado e infectado de humedad. Allí, junto a
la Catedral y a una residencia de sacerdotes, los “cocos” abrieron su sede,
aunque me cuesta fechar si fue en 1974 o en los albores de 1975. Lo hicieron
bajo la apariencia de una empresa falsa “Economía de Almería” pero todo el
mundo sabía que aquello era “otra cosa”. Lo que sí estoy seguro es que el
rojiblanco letrero de madera al exterior, pillado con alambres al oxidado
balcón de la vetusta casa del primer piso, se colocó muerto Franco. Aún
recuerdo a los golfillos que bajaban del Cerrico San Cristóbal, empapados de
sudor, para apedrear el nuevo letrero y comprobar si lo rompían antes que los
otros golfillos que accedían del más allá de la calle La Reina.
La Plaza Bendicho, a finales de los setenta, era una
batiburrillo de niños, de sindicalistas, de comunistas, de curas fascistas, de
monaguillos con almas de cofrades y de
gentes que salían de la sacristía de la Catedral de casarse a hurtadillas y se
metían en aquel sindicato para afiliarse. Desde la atalaya de la Imprenta
Bretones, y con la candidez de no percatarte de vivir un momento histórico, yo
veía salir de la sede de CC.OO. a muchos pescadores, albañiles, agricultores de
la uva y pocas, muy pocas, mujeres. Una
vez –sería enero o febrero de 1976- llegaron, de improviso, diez o doce land
rovers de los grises, que aparcaron sobre
los jardines, tomaron por asalto la plazoleta y echaron a los niños porque “buscaban
a rojos”. Algún guantazo a los obreros
se escaparía porque, días después, cuando los cafres de gris volvieron con sus porras
un hombre joven, pero con las manos encallecidas y con más de un moratón en la
cara, corrió desde la sede y se escondió, temblando como un flan, entre las
máquinas de Pepe Bretones. Aquella cara de horror y el abrazo por haberle
escondido, tranquilizado y sosegado sí que no se olvidan cuarenta años después.