jueves, 1 de noviembre de 2012

El CUANDO era niño, jugábamos al fútbol en la calle. No había polideportivos, ni "egos", ni campos de hierba artificial, ni tan siquiera abrían, fuera del horario escolar, las escuelas públicas para que los chiquillos disfrutáramos de sus limitadas y destartaladas instalaciones. Había que chutar al balón en la calle, aunque teníamos la ventaja de que aún viviendo a un minuto de la Puerta de Purchena apenas circulaban vehículos. Por eso, los partidos y las revanchas al fútbol callejero, usando como porterías el hueco que quedaba entre el retrovisor de un coche y la verja de una ventana, eran constantes. Éramos felices salvo cuando oíamos rugir alguna moto de los Municipales. Escuchar el sonido del viejo motor de las Ducatis de los guardias era la señal para acabar con el partido y salir corriendo, bien dispersos, hacia un lugar lejano y seguro. Al grito de "¡Que viene "El Cañaero"! todos salíamos zumbando, dándonos con los pies en el culo. Jugar en la calle, decían, estaba prohibido y para velar por el cumplimiento de esa ordenanza estaban los fornidos municipales provistos de moto, casco, seriedad, porra y sobre todo mala fama. Ahora creo que todo era una leyenda, porque jamás vi a policía alguno quitarle el balón a un niño, regañarle o llevárselo al cuartelillo. Pero, claro, sólo el grito de guerra asustaba al más pacífico. Un día les propuse a mis amigos un reto: si mientras jugábamos aparecía El Cañaero o cualquier otro compinche uniformado, nos sentaríamos en el bordillo de la acera con el balón entre las piernas para ver qué pasaba y si osaba bajarse de su moto ante nosotros, entonces sí; salir a toda velocidad en dirección contraria. Más chulos que un ocho, todos asumieron el reto, más por no rajarse ante el resto que por convicción propia. Efectivamente, el motorista asomó por la calle; nada más escuchar el primer pistonazo de la motanca volamos a sentarnos en el filo de la acera. Además, era él. Mis amigos estaban tan nerviosos como yo mientras veían la Ducati acercarse lentamente; alguno empezó a temblar y otros, para disimular, gritaba una y otra vez de carrerilla y cada vez con mayor fuerza la alineación del Barcelona que, ese año, había ganado la liga: "Sadurni Rife Gallego Torres Delacruz JuancarlosRechax AsensiCruyffSotilyMarcial". Teníamos el corazón en la boca y lo otro de corbata cuando, sentados en mitad de la calle, el temido municipal pasó a nuestra altura, frenó un poco, nos miró y conforme se marchaba decía en almeriense "niiiiiñooooooooooooooo". Hasta que desapareció. Aquello fue una fiesta. Gritos, aplausos, resoplidos y fama de vencedores. La valentía pudo con la mala fama.


El "Cañaero"



CUANDO era niño, jugábamos al fútbol en la calle. No había polideportivos, ni "egos", ni campos de hierba artificial, ni tan siquiera abrían, fuera del horario escolar, las escuelas públicas para que los chiquillos disfrutáramos de sus limitadas y destartaladas instalaciones. Había que chutar al balón en la calle, aunque teníamos la ventaja de que aún viviendo a un minuto de la Puerta de Purchena apenas circulaban vehículos. Por eso, los partidos y las revanchas al fútbol callejero, usando como porterías el hueco que quedaba entre el retrovisor de un coche y la verja de una ventana, eran constantes. Éramos felices salvo cuando oíamos rugir alguna moto de los Municipales. Escuchar el sonido del viejo motor de las Ducatis de los guardias era la señal para acabar con el partido y salir corriendo, bien dispersos, hacia un lugar lejano y seguro. Al grito de "¡Que viene "El Cañaero"! todos salíamos zumbando, dándonos con los pies en el culo. Jugar en la calle, decían, estaba prohibido y para velar por el cumplimiento de esa ordenanza estaban los fornidos municipales provistos de moto, casco, seriedad, porra y sobre todo mala fama. Ahora creo que todo era una leyenda, porque jamás vi a policía alguno quitarle el balón a un niño, regañarle o llevárselo al cuartelillo. Pero, claro, sólo el grito de guerra asustaba al más pacífico. Un día les propuse a mis amigos un reto: si mientras jugábamos aparecía El Cañaero o cualquier otro compinche uniformado, nos sentaríamos en el bordillo de la acera con el balón entre las piernas para ver qué pasaba y si osaba bajarse de su moto ante nosotros, entonces sí; salir a toda velocidad en dirección contraria. Más chulos que un ocho, todos asumieron el reto, más por no rajarse ante el resto que por convicción propia. 

Efectivamente, el motorista asomó por la calle; nada más escuchar el primer pistonazo de la motanca volamos a sentarnos en el filo de la acera. Además, era él. Mis amigos estaban tan nerviosos como yo mientras veían la Ducati acercarse lentamente; alguno empezó a temblar y otros, para disimular, gritaba una y otra vez de carrerilla y cada vez con mayor fuerza la alineación del Barcelona que, ese año, había ganado la liga: "Sadurni Rife Gallego Torres Delacruz JuancarlosRechax AsensiCruyffSotilyMarcial". Teníamos el corazón en la boca y lo otro de corbata cuando, sentados en mitad de la calle, el temido municipal pasó a nuestra altura, frenó un poco, nos miró y conforme se marchaba decía en almeriense "niiiiiñooooooooooooooo". Hasta que desapareció. Aquello fue una fiesta. Gritos, aplausos, resoplidos y fama de vencedores. La valentía pudo con la mala fama.

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