miércoles, 28 de noviembre de 2012

Diego Domínguez




Nada más arrancar esta tarde el correo electrónico, saltó la triste noticia de la muerte del histórico periodista almeriense Diego Domínguez Herrero, a los 91 años de edad. Por cuestiones de edad no tuve la fortuna de trabajar junto a él en la misma redacción; Diego se jubiló en noviembre de 1983, cuando yo apenas llevaba un año en esta bendita profesión. 

No obstante, sí compartí con él muchos ratos de conversación, avalados al principio por la amistad que tenía con mi padre y, más tarde, por la complicidad de una misma vocación. Hablamos mucho, sobre todo en los meses previos a la publicación de mi libro sobre el 70º aniversario de la fundación de la Asociación de la Prensa, allá en el año 2001. 

Diego era un pozo de sabiduría local; conocía el carácter y los personajes de la provincia desde todos sus matices, por la versatilidad de su arte en escribir y en pintar. Él observó con perspicacia gran parte del siglo XX almeriense y lo plasmó en sus textos y en sus lienzos. Porque gracias al dibujo lo fichó “Yugo”, con apenas veinte años, de auxiliar de redacción y ganando 500 pesetas mensuales, del año 1942. 

Él, cuando evocaba aquellos años para contar anécdotas e historias para el libro, los refería como unos tiempos duros en lo laboral y social pero plenos en lo profesional. Domínguez, como todo periodista que se precie, evocaba las grandes fechas históricas de la provincia mediante su vinculación a otras de tipo personal, como la inmensa alegría por el nacimiento de sus dos primeros hijos Diego –DEP- y Manuel y la tremenda tristeza de la sociedad almeriense por la muerte de Celia Viñas, en 1954; o cómo su jubilación tuvo lugar el mismo día de la inauguración del Hospital Torrecárdenas, por el ministro Ernest Lluch.

Hoy el periodismo sufre una crisis de identidad y de precariedad, pero en la época de Domínguez en el “Yugo” los sueldos también eran escasos, las horas de redacción larguísimas y las necesidades primarias apremiaban, más que ahora. Todos desempeñaban su trabajo en una redacción minúscula que, al mismo tiempo, era la que integraba la diminuta pero activa Asociación de la Prensa de Almería. 

Cerca de cuarenta referencias a Diego Domínguez incluí en aquel volumen histórico sobre el periodismo en Almería, pero habría hecho falta otro libro –además del suyo "Pinceladas de una historia", editado en 2008- para recoger todo aquello que vio y vivió Diego Domínguez en la Almería de los años cuarenta, cincuenta, sesenta setenta, ochenta, noventa… 

A aquella generación de periodistas vocacionales de postguerra que integraron, junto con Diego Domínguez, Manuel Falces, José Antonio Caparrós, Manuel Soriano, José Valles, Manolo Román o Juan Martínez Martín la provincia les debe un recuerdo más cálido y entrañable. Gracias a ellos, miles de ciudadanos tuvieron acceso a un periódico provincial que, limitado por la escasez de recursos y la tijera de la censura, permitía a Almería estar conectada al mundo y a su propia realidad.

Hoy Diego Domínguez Herrero ha muerto y con él se marcha un trozo de la historia de Almería y del periodismo provincial. Descansa en paz.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Vanesa

Capullito, capullito/ del rosal de mi jardín. Eres toda una promesa/ pequeña Vanesa./ Me basta mirarte/ para ser feliz. Capullito que has nacido/ para alegrar mi jardín.
Así le canta el almeriense –y medalla de la provincia- Manolo Escobar a su hija, convirtiéndola en la Vanesa española más famosa. Irremediablemente, oyes a una madre llamar a su hija a grito pelao en la calle (“¡¡Vanesaaaa  ven pacá!!”) y te viene a la cabeza la chiquilla de Manolo Escobar. Vanesa es un nombre infrecuente entre las recién nacidas; creo que el Instituto Nacional de Estadística no lo contempla entre los cien más usados de España, a pesar de ser mucho más bonito que Iria, Ona o Malak  que, durante el año pasado, fueron usados para inscribir en el Registro Civil a más de seiscientas niñas. Vanesa, que viene de la literatura británica como una derivación de Esther, posee una potencia sonora que denota carácter; por eso, la Vanesa de Manolo Escobar es tan conocida: por su originalidad, singularidad y por la canción “Mi pequeña flor”, que desde 1979 canta el paisano.
Bueno, pues ya hay otra Vanesa más famosa que el “capullito/ del rosal de mi jardín”. Tú escribes “Vanesa” en el Google y saltan innumerables referencias a una concejala del Ayuntamiento de Almería, que así se llama. Medios digitales de toda España incluyen referencias a esta edil comunista de la capital. Y es una pena que no sean por sus magníficas aportaciones que ha realizado como concejala al bienestar social: creación de corredores escolares, ampliación de aceras para que circule su carrito de bebé,  exención de tasas para la caseta de feria de su partido, recuperar el primer viernes de feria… No. Vanesa es ahora famosa en la red por un asuntillo menor. Sólo porque, desde el Partido Popular, han desvelado que se marchó dos meses a Miami -donde su marido disfruta de una beca universitaria- pero siguió cobrando las nóminas municipales como si hubiera estado trabajando durante ese tiempo. Al parecer, Vanesa no asistió al Pleno Municipal del 5 de julio ni al del 17 de agosto; tampoco participó en la Feria de la capital, ni acudió al acto de “Los Coloraos” del 24 de agosto.
Yo, sinceramente, no había reparado por su ausencia en las fotos de los periódicos, pero verdad será cuando sus compañeros de Pleno lo denuncian. Además, no sé de qué se extrañan. Cuando Izquierda Unida la presentó como candidata destacó que entre sus aficiones estaba la de compartir el tiempo con su familia. Y la familia, para las de Izquierda Unida, se ve que es lo primero.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Del 14D al 14N

La primera gran huelga general que se celebró con la democracia, en el lejano 14 de Diciembre de 1988, la cubrí informativamente en la calle junto con líderes sindicalistas de la provincia y periodistas de otros medios (Abelardo Alzueta, amigo, DEP).
Aquella huelga general contra la reforma laboral de Manuel Chaves, ministro de Trabajo con Felipe González, sí que fue mayoritaria. A las doce de la noche, TVE –la única- dejó de emitir y durante el día cerraron sus puertas industrias, comercios y colegios. Ocho millones de personas, el 90% de la población activa de entonces, secundaron el paro. Los sindicatos apenas usaron sus comandos de piquetes “informativos” porque casi todo el mundo secundó el paro. Aquellos sindicalistas de los años ochenta, muchos de ellos mayores que padecieron la ilegalidad de sus siglas, eran dialogantes y respetuosos y valoraban más las convicciones ideológicas que los réditos personales. Cargados de razones, obtuvieron un gran éxito.
Del 14D al 14N, se han convocado en España siete u ocho huelgas generales que, por lo que yo veo, cada vez son arropadas por menos personas y con menos convicción por el resultado a obtener; eso sí, con más violencia, más silicona y más mala leche. Es muy difícil que en el país con la afiliación sindical más baja de Europa, los sindicalistas –la mayoría adormecidos por el calor del poder- logren sus objetivos. Sí, luego vendrá Pastrana y cía con la libreta colorá en la mano diciendo que fue un éxito y quienes no la secundaron unos fascistas. Pero el resto del año, esos fascistas están con el agua al cuello y su sindicato administrando subvenciones, liberando del trabajo a compañeros y manteniendo el negocio de la defensa del obrero. En honor a la verdad, aún quedan algunos solidarios y comprometidos con los demás, pero ya son una especie en vías de extinción.
Otro día comentaré mi experiencia con algunos nuevos sindicalistas. Quieren imponer a los demás ideas del XIX y para ellos sueldos del XXI. Por allí pululan, ociosos, en La Cañada. Cuando no están esquiando en Sierra Nevada, fotografían a los “compañeros” con voluntad propia con el único fin de “molestar”. Sujetos que, según sus doctrinas, los demás son negros o blancos, rubios o morenos, de Israel o de Palestina. No admiten matices… pero eso será otro día.
Hoy, con la huelga general del miércoles, me acuerdo de aquellos almerienses de hace un cuarto de siglo que en su sindicato no tenían ni para pagar el teléfono pero que usaban el diálogo, la razón y la modestia para exponer sus ideas a los demás. Esos sí que me gustaban.

jueves, 1 de noviembre de 2012

El CUANDO era niño, jugábamos al fútbol en la calle. No había polideportivos, ni "egos", ni campos de hierba artificial, ni tan siquiera abrían, fuera del horario escolar, las escuelas públicas para que los chiquillos disfrutáramos de sus limitadas y destartaladas instalaciones. Había que chutar al balón en la calle, aunque teníamos la ventaja de que aún viviendo a un minuto de la Puerta de Purchena apenas circulaban vehículos. Por eso, los partidos y las revanchas al fútbol callejero, usando como porterías el hueco que quedaba entre el retrovisor de un coche y la verja de una ventana, eran constantes. Éramos felices salvo cuando oíamos rugir alguna moto de los Municipales. Escuchar el sonido del viejo motor de las Ducatis de los guardias era la señal para acabar con el partido y salir corriendo, bien dispersos, hacia un lugar lejano y seguro. Al grito de "¡Que viene "El Cañaero"! todos salíamos zumbando, dándonos con los pies en el culo. Jugar en la calle, decían, estaba prohibido y para velar por el cumplimiento de esa ordenanza estaban los fornidos municipales provistos de moto, casco, seriedad, porra y sobre todo mala fama. Ahora creo que todo era una leyenda, porque jamás vi a policía alguno quitarle el balón a un niño, regañarle o llevárselo al cuartelillo. Pero, claro, sólo el grito de guerra asustaba al más pacífico. Un día les propuse a mis amigos un reto: si mientras jugábamos aparecía El Cañaero o cualquier otro compinche uniformado, nos sentaríamos en el bordillo de la acera con el balón entre las piernas para ver qué pasaba y si osaba bajarse de su moto ante nosotros, entonces sí; salir a toda velocidad en dirección contraria. Más chulos que un ocho, todos asumieron el reto, más por no rajarse ante el resto que por convicción propia. Efectivamente, el motorista asomó por la calle; nada más escuchar el primer pistonazo de la motanca volamos a sentarnos en el filo de la acera. Además, era él. Mis amigos estaban tan nerviosos como yo mientras veían la Ducati acercarse lentamente; alguno empezó a temblar y otros, para disimular, gritaba una y otra vez de carrerilla y cada vez con mayor fuerza la alineación del Barcelona que, ese año, había ganado la liga: "Sadurni Rife Gallego Torres Delacruz JuancarlosRechax AsensiCruyffSotilyMarcial". Teníamos el corazón en la boca y lo otro de corbata cuando, sentados en mitad de la calle, el temido municipal pasó a nuestra altura, frenó un poco, nos miró y conforme se marchaba decía en almeriense "niiiiiñooooooooooooooo". Hasta que desapareció. Aquello fue una fiesta. Gritos, aplausos, resoplidos y fama de vencedores. La valentía pudo con la mala fama.


El "Cañaero"



CUANDO era niño, jugábamos al fútbol en la calle. No había polideportivos, ni "egos", ni campos de hierba artificial, ni tan siquiera abrían, fuera del horario escolar, las escuelas públicas para que los chiquillos disfrutáramos de sus limitadas y destartaladas instalaciones. Había que chutar al balón en la calle, aunque teníamos la ventaja de que aún viviendo a un minuto de la Puerta de Purchena apenas circulaban vehículos. Por eso, los partidos y las revanchas al fútbol callejero, usando como porterías el hueco que quedaba entre el retrovisor de un coche y la verja de una ventana, eran constantes. Éramos felices salvo cuando oíamos rugir alguna moto de los Municipales. Escuchar el sonido del viejo motor de las Ducatis de los guardias era la señal para acabar con el partido y salir corriendo, bien dispersos, hacia un lugar lejano y seguro. Al grito de "¡Que viene "El Cañaero"! todos salíamos zumbando, dándonos con los pies en el culo. Jugar en la calle, decían, estaba prohibido y para velar por el cumplimiento de esa ordenanza estaban los fornidos municipales provistos de moto, casco, seriedad, porra y sobre todo mala fama. Ahora creo que todo era una leyenda, porque jamás vi a policía alguno quitarle el balón a un niño, regañarle o llevárselo al cuartelillo. Pero, claro, sólo el grito de guerra asustaba al más pacífico. Un día les propuse a mis amigos un reto: si mientras jugábamos aparecía El Cañaero o cualquier otro compinche uniformado, nos sentaríamos en el bordillo de la acera con el balón entre las piernas para ver qué pasaba y si osaba bajarse de su moto ante nosotros, entonces sí; salir a toda velocidad en dirección contraria. Más chulos que un ocho, todos asumieron el reto, más por no rajarse ante el resto que por convicción propia. 

Efectivamente, el motorista asomó por la calle; nada más escuchar el primer pistonazo de la motanca volamos a sentarnos en el filo de la acera. Además, era él. Mis amigos estaban tan nerviosos como yo mientras veían la Ducati acercarse lentamente; alguno empezó a temblar y otros, para disimular, gritaba una y otra vez de carrerilla y cada vez con mayor fuerza la alineación del Barcelona que, ese año, había ganado la liga: "Sadurni Rife Gallego Torres Delacruz JuancarlosRechax AsensiCruyffSotilyMarcial". Teníamos el corazón en la boca y lo otro de corbata cuando, sentados en mitad de la calle, el temido municipal pasó a nuestra altura, frenó un poco, nos miró y conforme se marchaba decía en almeriense "niiiiiñooooooooooooooo". Hasta que desapareció. Aquello fue una fiesta. Gritos, aplausos, resoplidos y fama de vencedores. La valentía pudo con la mala fama.