martes, 15 de noviembre de 2011

Me gustan los floreros

Me gustan los floreros. Casi todo el mundo se pirra por la flores frescas en detrimento de sus soportes, cuando éstos tienen una vida más larga y se amortizan mejor. Es verdad que hay floreros horrendos, incluso insultantes a la estética, pero están fabricados para durar más que su contenido, que es volátil y pasajero, como decía del clavel el malogrado Alfonso López Martínez, el poeta-pastor del Barranco del Caballar. La flor se marchita y se tira, pero el florero sigue ahí ofreciendo su desnudez en espera de la plenitud del agua y las plantas. Además, qué curioso, los floreros más feos son los más duraderos. Un capullo puede reforzar su valor estético si está con un florero elegante y refinado o perderá su valor decorativo si se pone, de cualquier forma, en un soporte que chirríe con el buen gusto.
Repasando imágenes de actividades públicas de tiempo atrás, me encuentro que en las salas de prensa había floreros que aún permanecen inamovibles, incombustibles al paso del tiempo; si antes hacían lucir un clavelillo o un jazmín ahora portan palmeras de interior, ficus por los que el tiempo no transcurre o incluso cactus, de esos que se chupan las radiaciones de la pantalla del ordenador. Como los floreros me gustan, cada vez que las televisiones locales emiten noticias en las que se ve alguno me fijo para recordar a qué vegetal le protegía antes las raíces y qué clase de estigmas le sobresale, en esta ocasión, por su boca. ¿Saben la conclusión? Pues que el florero anuncia el final de sus días cuando es mostrado en público repleto de flores secas o lleno de tiesos pétalos artificiales, de ésos impregnados en laca mala y que los chinos venden a cuatro euros la media docena.
Por eso, en esta tarde de otoño, quiero homenajear a los floreros porque la sociedad los maltrata y destruye cuando dejan de ser útiles. Creo que el municipio almeriense de Dalías –el pueblo de mi abuela paterna- es uno de las pocas localidades de España que tiene una calle con el nombre de “Florero”. Fíjate que el Google Maps me ha sacado del error, porque yo creía que Níjar –el pueblo de mi abuela materna- era el municipio que le había rendido homenaje en su callejero. No sé qué me habría llevado a esa confusión… quizá por la bonita tradición de sus gentes de adornar los balcones y ventanas de la villa con flores y plantas y de sus antiguos artesanos del torno de fabricarlos a mano con barro cocido. Salvando mi lapsus geográfico, es igual; yo, cada vez más, disfruto viendo un florero. 

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