lunes, 28 de noviembre de 2011

Del 14D al 14N

La primera gran huelga general que se celebró con la democracia, en el lejano 14 de Diciembre de 1988, la cubrí informativamente en la calle junto con líderes sindicalistas de la provincia y periodistas de otros medios (Abelardo Alzueta, amigo, DEP).
Aquella huelga general contra la reforma laboral de Manuel Chaves, ministro de Trabajo con Felipe González, sí que fue mayoritaria. A las doce de la noche, TVE –la única- dejó de emitir y durante el día cerraron sus puertas industrias, comercios y colegios. Ocho millones de personas, el 90% de la población activa de entonces, secundaron el paro. Los sindicatos apenas usaron sus comandos de piquetes “informativos” porque casi todo el mundo secundó el paro. Aquellos sindicalistas de los años ochenta, muchos de ellos mayores que padecieron la ilegalidad de sus siglas, eran dialogantes y respetuosos y valoraban más las convicciones ideológicas que los réditos personales. Cargados de razones, obtuvieron un gran éxito.
Del 14D al 14N, se han convocado en España siete u ocho huelgas generales que, por lo que yo veo, cada vez son arropadas por menos personas y con menos convicción por el resultado a obtener; eso sí, con más violencia, más silicona y más mala leche. Es muy difícil que en el país con la afiliación sindical más baja de Europa, los sindicalistas –la mayoría adormecidos por el calor del poder- logren sus objetivos. Sí, luego vendrá Pastrana y cía con la libreta colorá en la mano diciendo que fue un éxito y quienes no la secundaron unos fascistas. Pero el resto del año, esos fascistas están con el agua al cuello y su sindicato administrando subvenciones, liberando del trabajo a compañeros y manteniendo el negocio de la defensa del obrero. En honor a la verdad, aún quedan algunos solidarios y comprometidos con los demás, pero ya son una especie en vías de extinción.
Otro día comentaré mi experiencia con algunos nuevos sindicalistas. Quieren imponer a los demás ideas del XIX y para ellos sueldos del XXI. Por allí pululan, ociosos, en La Cañada. Cuando no están esquiando en Sierra Nevada, fotografían a los “compañeros” con voluntad propia con el único fin de “molestar”. Sujetos que, según sus doctrinas, los demás son negros o blancos, rubios o morenos, de Israel o de Palestina. No admiten matices… pero eso será otro día.
Hoy, con la huelga general del miércoles, me acuerdo de aquellos almerienses de hace un cuarto de siglo que en su sindicato no tenían ni para pagar el teléfono pero que usaban el diálogo, la razón y la modestia para exponer sus ideas a los demás. Esos sí que me gustaban.

martes, 15 de noviembre de 2011

Me gustan los floreros

Me gustan los floreros. Casi todo el mundo se pirra por la flores frescas en detrimento de sus soportes, cuando éstos tienen una vida más larga y se amortizan mejor. Es verdad que hay floreros horrendos, incluso insultantes a la estética, pero están fabricados para durar más que su contenido, que es volátil y pasajero, como decía del clavel el malogrado Alfonso López Martínez, el poeta-pastor del Barranco del Caballar. La flor se marchita y se tira, pero el florero sigue ahí ofreciendo su desnudez en espera de la plenitud del agua y las plantas. Además, qué curioso, los floreros más feos son los más duraderos. Un capullo puede reforzar su valor estético si está con un florero elegante y refinado o perderá su valor decorativo si se pone, de cualquier forma, en un soporte que chirríe con el buen gusto.
Repasando imágenes de actividades públicas de tiempo atrás, me encuentro que en las salas de prensa había floreros que aún permanecen inamovibles, incombustibles al paso del tiempo; si antes hacían lucir un clavelillo o un jazmín ahora portan palmeras de interior, ficus por los que el tiempo no transcurre o incluso cactus, de esos que se chupan las radiaciones de la pantalla del ordenador. Como los floreros me gustan, cada vez que las televisiones locales emiten noticias en las que se ve alguno me fijo para recordar a qué vegetal le protegía antes las raíces y qué clase de estigmas le sobresale, en esta ocasión, por su boca. ¿Saben la conclusión? Pues que el florero anuncia el final de sus días cuando es mostrado en público repleto de flores secas o lleno de tiesos pétalos artificiales, de ésos impregnados en laca mala y que los chinos venden a cuatro euros la media docena.
Por eso, en esta tarde de otoño, quiero homenajear a los floreros porque la sociedad los maltrata y destruye cuando dejan de ser útiles. Creo que el municipio almeriense de Dalías –el pueblo de mi abuela paterna- es uno de las pocas localidades de España que tiene una calle con el nombre de “Florero”. Fíjate que el Google Maps me ha sacado del error, porque yo creía que Níjar –el pueblo de mi abuela materna- era el municipio que le había rendido homenaje en su callejero. No sé qué me habría llevado a esa confusión… quizá por la bonita tradición de sus gentes de adornar los balcones y ventanas de la villa con flores y plantas y de sus antiguos artesanos del torno de fabricarlos a mano con barro cocido. Salvando mi lapsus geográfico, es igual; yo, cada vez más, disfruto viendo un florero. 

lunes, 14 de noviembre de 2011

Me gustan los floreros

Me gustan los floreros. Casi todo el mundo se pirra por la flores frescas en detrimento de sus suportes, cuando éstos tienen una vida más larga y se amortizan mejor. Es verdad que hay floreros horrendos, incluso insultantes a la estética, pero están fabricados para durar más que su contenido, que es volátil y pasajero, como decía del clavel el malogrado Alfonso López Martínez, el poeta-pastor del Barranco del Caballar. La flor se marchita y se tira, pero el florero sigue ahí ofreciendo su desnudez en espera de la plenitud del agua y las plantas. Además, qué curioso, los floreros más feos son los más duraderos. Un capullo puede reforzar su valor estético si está con un florero elegante y refinado o perderá su valor decorativo si se pone, de cualquier forma, en un soporte que chirríe con el buen gusto.
Repasando imágenes de actividades públicas de tiempo atrás, me encuentro que en las salas de prensa había floreros que aún permanecen inamovibles, incombustibles al paso del tiempo; si antes hacían lucir un clavelillo o un jazmín ahora portan palmeras de interior, ficus por los que el tiempo no transcurre o incluso cactus, de esos que se chupan las radiaciones de la pantalla del ordenador. Como los floreros me gustan, cada vez que las televisiones locales emiten noticias en las que se ve alguno me fijo para recordar a qué vegetal le protegía antes las raíces y qué clase de estigmas le sobresale, en esta ocasión, por su boca. ¿Saben la conclusión? Pues que el florero anuncia el final de sus días cuando es mostrado en público repleto de flores secas o lleno de tiesos pétalos artificiales, de ésos impregnados en laca mala y que los chinos venden a cuatro euros la media docena.
Por eso, en esta tarde de otoño, quiero homenajear a los floreros porque la sociedad los maltrata y destruye cuando dejan de ser útiles. Creo que el municipio almeriense de Dalías –el pueblo de mi abuela paterna- es uno de las pocas localidades de España que tiene una calle con el nombre de “Florero”. Fíjate que el Google Maps me ha sacado del error, porque yo creía que Níjar –el pueblo de mi abuela materna- era el municipio que le había rendido homenaje en su callejero. No sé qué me habría llevado a esa confusión… quizá por la bonita tradición de sus gentes de adornar los balcones y ventanas de la villa con flores y plantas y de sus antiguos artesanos del torno de fabricarlos a mano con barro cocido. Salvando mi lapsus geográfico, es igual; yo, cada vez más, disfruto viendo un florero. 

sábado, 5 de noviembre de 2011

“Churruki”, no ves que te ensucias

Eso de ser padre viejo de niños muy pequeños tiene, como todo, sus grandes ventajas e inconvenientes.  Ya no está uno para los trotes de plazoleta y parque que imponen las tardes con niños; el físico no responde como los púber-padres cuyos hijos comparten juegos con los míos. En cambio, yo regulo mejor –mucho mejor- la paciencia que éstos.
El otro día casi me caigo de espaldas cuando un púber-padre gritó como un poseído por el diablo porque su chiquillo había cogido una hojita amarillenta del suelo, de esas que caen con el otoño. -“¡Que te infectas!”, “tírala ahora mismo”, “marrano, caca; suéltala ahora mismo, Arturo José”.
Joder, me dio el cuerpo un respingo cuando oí al púber-padre chillar  y a la madre correr como una liebre, con sus tacones de aguja y bolso a juego, detrás del pequeño para arrancarle de la mano la inocente hojita de olmo que había cogido bajo el árbol. Menos mal que no se dieron cuenta que el pobre Arturo José estaba imitando a mis niños que, a carrera de patinete y bicicleta, me iban trayendo, una tras otra, hojas secas para juntarlas y hacer un ramito para dárselas a su mamá. Casi tuve que esconderlas mientras el pobretico de Arturo José era literalmente arrastrado y envuelto en lágrimas mientras papá y mamá no dejaban de decirle: “Churruki, no ves que te ensucias, Churruki …, hijo mío”. Jó, encima al niño le llaman por un apodo. Mira que está feo eso de llamar a los niños con motes, aunque sean cariñosos… Hay una generación de muchachicos que a pesar de tener el diccionario completo para elegir cómo inscribir a sus hijos en el registro, al final los llaman con apodos extraños y, en algunos casos, hasta ridículos. “Mi Bichito”, “Ratoncito”, “Kuki”, “Gordi”, “Pulgui”… que, claro, oyes éso y no sabes si están llamando al niño o al perro. Lo que digo, paciencia sí que he ganado; más aún cuando algún amigo de tu generación, que hace tiempo que no ves, te lo topas en la calle y te interroga por la familia.
- “¿Qué estudian tus hijos?”, me preguntó, socarrona -y más que por saber, por presumir-, una ex compañera que, como yo, roza el medio siglo, aunque pretenda disimularlo. “La mía ha terminado Medicina”, dijo orgullosa y altiva por tener una doctora en la casa; en paro, pero en la casa. Yo, claro, tuve que activar una buena sobredosis de paciencia y responderle con arte y sin nervios:
–“Mi mayor también está terminando, pero Infantil… Tercero de Educación Infantil, quiero decir”.
–“¡Fíjate, no sabía que quiere ser maestro…!”.
–“¡Ah!, pues yo tampoco lo sabía”, concluí.
-“Bueno, adiós, pues que le vaya bien con los niños”.
Lo que digo; paciencia….