Como
ahora hay que guardar cualquier papel que refleje la acción más cotidiana, la
casa se convierte en un gran archivo. Los cajones son una inmensa memoria de
tiquets, facturas, albaranes, garantías, cajas de cartón, recibos y
comprobantes. Te los exigen para justificar un gasto, cambiar un artículo
defectuoso, canjear un premio ridículo o, simplemente, hay que conservarlos
varios años por si un tocapelotas de Hacienda se acuerda de tu NIF. A una cajera del
Carrefour le pagas con la Visa y con el recibo de la firma te entrega una
colección de papelillos con rebajas, saldos acumulados, ofertas y promociones
que no sabes dónde meter. A más de uno le he visto salir del hiper con los
papelitos atrapados entre los labios, agobiado entre tanta bolsa, el carro y
las llaves del coche colgadas del meñique. Luego, compruebas que el descuento no te sirve, salvo si
compras en enero unas chancletas de playa de color lila y la oferta tampoco te
viene bien porque tendrías que desayunar mermelada amarga de zarzamora salvaje
durante dos meses, para acabar el bote. El caso es que te han colmado de
papeles inútiles.
Las
estadísticas nos dicen que una familia de tres miembros puede consumir al año
más 500 kilos de papel; no me extraña, pues, que los ecologistas –los de
verdad- manden notas de prensa denunciando tan elevado derroche. Pero, claro,
los papeles suelen guardarse escritos, impresos o firmados y realmente su valor
no es ya por su gramaje, color o forma, sino por el mensaje que contienen. “Las
palabras vuelan, lo escrito queda”, decían los antiguos. Precisamente por eso, por el valor de su
contenido, los papeles asustan a los políticos incumplidores, ilusionan a los
ilegales de la patera, atrapan a los funcionarios inútiles o corruptos y hacen
vociferar a los conductores irrespetuosos.
Y
como el papel lo aguanta todo, si quiere saber cómo va, de verdad, la economía
no haga caso de los números del Gobierno. Rebusque los papeles con el importe
de las compras del Alcampo o del Mercadona, de hace seis o siete meses, y
compárelos con el último que tenga. Ése es el IPC que vale, no el de los “84
bienes seleccionados a partir de la Encuesta Continúa
de Presupuestos Familiares (ECPF)”, que emplea el Ministerio para obtener un
índice de precios al consumo, siempre inferior a la realidad.
Con
esas subidas reales de precios, ni estirando los papelitos de los euros acabamos
el mes con liquidez. Vamos, no llega ni el padre que salía en el anuncio del Volkswagen Touran, uno que aparca solo y casi conecta con
la Muñiz para pagar el tique de la ORA. Y eso que el hijo del anuncio lo confesaba:
“Mi padre tiene poderes”. Pues, majo, ni los poderes de tu padre aguantan estos
precios.