No, no me voy a referir al grupo de rock and roll
vasco “Platero y tú” que, a finales de
los años ochenta, comenzó a tocar temas tan conocidos en su casa a la hora de
comer como “Correos”, “Burrock'n'roll” o “Voy a acabar borracho”. Que va. El
Platero del que hablaré tampoco es el burro peludo, suave y blando por fuera, que
le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles y los higos morados, del
que escribió Juan Ramón Jiménez.
Yo me refiero al “Platero” que hay en la calle
Antonio Ledesma de Almería. Ése que cuando desciendes su cuestecilla para
acceder a la puerta te embriaga con el agradable dulce olor de bebé recién
limpito; el que te emociona con su galería pictórica especial, llena de diminutas
obras de arte que evocan los cuadros más conocidos de Picasso o de Van Gogh; al
que cuando pasas junto a sus ventanas escuchas, tras las cortinas, risas
placenteras de niños y niñas de apenas unos cuentos meses.
Hablo del “Platero” que siempre sonríe, el de aroma
de vainilla, de galleta María, de pinturas de manos, de colonia Nenuco, de
cunitas con sonajeros, el que está lleno de babis de cuadritos recién
planchados, de mochilas rojas colgadas con nombres manuscritos, de pececitos fabricados
con platos de plástico que adornan el techo, de aulas de colores llenas de
cositas, del patio que llaman “parque”… A ése me refiero.
Y lo hago porque han convocado a los padres de los
chiquillos de tres años a la fiesta de graduación de su promoción, en la que
habrá sorpresas y hasta entrega de una orla llena de fotos de caritas “para
comérselas”. Acaban la “guarde” y los próximos cursos todos tendrán que estudiar
en un colegio “de niños mayores”. Miguel
deja “Platero”, como ya hiciera José María hace tres años. Entraron casi sin
dientes, con pañales minúsculos, sin saber hablar… y ahora compruebas que han
aprendido a comer, a hacer pipí solos, a recitar poemillas de las estaciones o
del Día del Libro, a cantar canciones o a identificar los colores en español e
inglés; incluso ya manejan una apretada agenda de actos sociales con sus amigos.
La ilusionante vocación de todas las “seños” de
Platero es, desde luego, admirable y ahora es el momento de reconocer sus
cariñosos mimos cuando lloraban, sus pacientes cuidados mientras dormían, sus
desvelos porque aprendieran, su afán diario y su empeño constante para que los
niños, sobre todo, sobre todo, fueran felices. Y lo han conseguido. Gracias,
“Platero”.